14 de diciembre de 2014

Hijo del odio

Mientras robaba comida del huerto de algún desgraciado, sintió una presencia a su espalda, seguida de un terrible hedor que le perforaba sus pequeños pulmones como perfora una barrena la madera podrida; resultaba tan repugnante que habría preferido ser torturado lenta y brutalmente hasta morir. Al girarse, descubrió a la nauseabunda criatura plantada delante de él, extendiendo la putrefacción a su alrededor allí donde alcanzaban sus corruptos tentáculos.
No podría describirse con precisión su aspecto físico, ya que su cuerpo no parecía seguir ninguna ley euclidiana; era imposible observar a la criatura sin sentir que el cielo y el propio firmamento, con todas sus estrellas y planetas, caían con aplomo sobre uno mismo como lo haría una pesada bota sobre una miserable e insignificante babosa. Poco puede decirse más allá de que estaba constituida por una absurda masa informe, más negra que el alquitrán y más oscura que los confines del universo, a la cual llegaban sus innumerables y repulsivas extremidades, inquietas como cientos de lombrices confinadas sin escapatoria en un terrario, que contenían, a su vez, un millar de ojos vacíos e inexpresivos, aparentemente exentos de vida.
El desdichado ladronzuelo se retorció de dolor, afligido por la mera visión de la abyecta criatura. Daba la impresión de que el ente no era tangible, sino que estaba formado por un infame sentimiento: una especie de mezcla de pura agonía, crueldad y odio, algo que no era descriptible mediante ningún idioma humano. Este hecho emponzoñó el corazón del patético observador forzándole a vomitar una y otra vez hasta que no le quedó nada dentro, hasta que sintió que unas etéreas y gigantescas manos le estrujaban sus órganos como si escurrieran una fregona sucia. Los ojos, inyectados en sangre, tenían vida propia, deseosos de escaparse de sus órbitas a causa del terrible sufrimiento. Su boca, retorcida formando una grotesca mueca, parecía pretender dar paso libre al alma de su propietario, impaciente por desocupar su fútil y agónica carcasa.
Entretanto, recordó sorprendido, mientras gimoteaba en el suelo implorando clemencia a un inexistente dios, las caras de todos aquellos a los que torturaron hasta arrancarles vil y satisfactoriamente su último suspiro, él y el resto de sus compañeros. Comprendió que el inenarrable tormento que estaba padeciendo se debía a aquellos perversos rituales en los que trató, con éxito, de conseguir la longevidad eterna que tanto anheló y que tanto dolor causó. Se dio cuenta de ello, precisamente, por la repentina aparición de esos recuerdos que había enterrado hacía tanto tiempo en lo más recóndito de su mente. Intentó huir de la insoportable situación en la que se encontraba refugiándose en ellos, dejando vagar su conciencia por el desconocido dominio de la memoria.
Recordó cómo planearon los sanguinolentos rituales tras encontrar aquel libro maldito, cegados por la ambición de una existencia inmortal; cómo se bañaron entre las vísceras de sus mutiladas víctimas, engullendo sus almas y glorificando a una entidad       desconocida para ellos de la forma descrita en el pérfido manuscrito; cómo alcanzó aquel éxtasis sobrenatural que le concedería su más anhelado deseo, tras devorar las espinas dorsales de sus propios compañeros que le habían ayudado en tan temible hazaña.
Pese a todo, su mediocre treta se vio interrumpida casi al instante por una enfermiza y aterradora serie de ruidos que retumbaba dentro de su cabeza, acuchillándole los sangrantes oídos a medida que los sonidos emergían de la grotesca criatura. La poca cordura que le restaba fue suficiente para reconocer entre sus propios gemidos los fonemas que conformaban aquel espantoso idioma, el mismo idioma que componía el libro maldito. Debido a su escaso conocimiento, el agónico oyente sólo entendió algunas palabras:
- Guði þú ka’nggo eternamente ɔl-árám’átaŋi. Komið ɛkɨ-a-tɨltɨ́l en tu dios Gnth'äpok ögw’ụg:wụ fin n-kɨbäínoi días ɛn’kɨbá. Będ’ziesz ɔl-áɨ́tɔ́bɨ́raŋi hijo odio.
Aunque, en principio, lo poco que consiguió descifrar carecía de sentido, el mensaje comenzó rápidamente a cobrar forma en su cabeza. Cuando comprendió cuál iba a ser su inexorable destino, ya era demasiado tarde para rogar clemencia –pese a lo banal que habría sido suplicar indulto al dios del odio-, pues la encarnación de los sentimientos más bajos y ruines se abalanzó sobre él en un movimiento imposible, absorbiendo cada parte de su ser y haciéndole desaparecer como lo haría un mago con un conejo en una chistera.
     El dios Gnth'äpok emitió un estremecedor e indescriptible sonido a modo de carcajada y, mientras se desvanecía de la escena dejando tras de sí un escenario irremediablemente podrido, dos nuevos ojos se añadieron a los miles alojados en sus asquerosos tentáculos...

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